Montjuic
Este enclave esconde tradiciones ancestrales, leyendas y kilométricos túneles que, según algunos estudiosos, han convertido esta montaña en un centro telúrico de gran importancia esotérica.
La inmensa mole de Montjuïc –con sus 173 metros de altitud da la bienvenida a quienes se acercan por mar a la Ciudad Condal. Visitada por cientos de miles de turistas cada año, parece un inmenso jardín con sus palacios, sus museos, sus fuentes, sus instalaciones deportivas y sus kioscos.
Pero lo que muchos desconocen es que esta colosal roca, cuyos orígenes se remontan al Mioceno, hace unos 25 millones de años, ha sido desde la antigüedad un lugar envuelto en las brumas del misterio.
Poblada desde tiempos remotos, recientes hallazgos han demostrado que la montaña ya fue hollada por el hombre en el Paleolítico. Su más controvertido vestigio es el polémico dolmen que en la segunda mitad del siglo XIX aún se levantaba poderoso en su vertiente marina junto al camino que ascendía a la inmensa fortaleza que corona la roca y que, al parecer, fue destruido en las últimas décadas de aquel siglo.
Este megalito formaba, junto al existente hasta finales del siglo XV en el actual barrio del Camp del Arpa y al que probablemente se emplazaba en la zona de la Sagrada Familia, la “trilogía megalítica” de la ciudad de Barcelona.
Si nos adentramos en el origen del nombre de Montjuïc, nos encontraremos con el primero de los enigmas.
Muchos historiadores lo relacionan con la existencia de un cementerio judío (Mont Judaicus), lo cual podría ser cierto, ya que se sabe que esta montaña albergó dos necrópolis y un poblado hebreos. Éste se asentó en Barcelona durante los primeros siglos del cristianismo y estuvo ubicado en la actual zona de Miramar. Sin embargo, otros estudiosos, como Ernesto Milá, José María Carandell y Bartomeu Bera, creen que el término Montjuïc proviene de Monte Jovis, un nombre de origen romano relacionado
con la supuesta existencia de un templo emplazado en dicha montaña que había sido consagrado al dios Júpiter. Pero lo cierto es que nada se ha encontrado que refrende esta hipótesis.
Otro de los enigmas que envuelven a Montjuïc tiene que ver con el hecho de que esta montaña sirvió como gran cantera para edificar buena parte de los edificios de la ciudad de Barcelona.
Y, según una antigua y arraigada creencia, esta montaña tenía “vida propia” y poseía, además, la capacidad de regenerarse sola, de manera que cuantas más piedras le fueran arrebatadas muchas más crecían en su interior.
Tan enraizada estaba esta creencia que el gran naturalista catalán Pere Gil (1551- 1622) afirmó en su magistral y voluminosa Historia Natural de Cataluña que “toda Barcelona está construida con piedra de Montjuïc y esta piedra nace de nuevo en el interior de la montaña, motivo por el cual nunca se acaba”.
Y es que Montjuïc debe de tener algo “mágico” que atrae a todos cuantos la visitan, entre ellos algunos grupos de anacoretas que se desplazaron hasta aquel lugar en la Alta Edad Media, sobre todo a la zona que en la actualidad se conoce como La Foixarda. Querían vivir en completa soledad para poder comunicarse mejor con las fuerzas telúricas que supuestamente irradia la inmensa roca.
Además, se cree que algunos grupos de ermitaños habitaron también en las cercanías del enigmático dolmen, lugar en el que más tarde se erigió el ya olvidado edificio dedicado a San Antonio, y quizá también en lo que más tarde sería el espléndido, aunque recoleto, Teatro Griego, construido en el interior de una soberbia cantera.
Durante la Baja Edad Media y el Renacimiento la montaña empezó a llenarse de pequeñas ermitas y de humildes templos que proporcionaron un aire de sacralidad a todo el entorno. Sabemos con seguridad que existieron como mínimo ocho ermitas o pequeñas edificaciones religiosas distribuidas por toda la roca, de las que actualmente sólo se conserva la consagrada a Santa Madrona.
La cual albergó en su interior los restos de dicha santa hasta que, en el año 1714, en el contexto de la Guerra de Sucesión y ante el peligro de su destrucción, fueron trasladados al cercano templo de Sant Pau.
No obstante, de poco sirvió, ya que desaparecieron en 1909 y nunca más se supo de ellos. Hemos de resaltar que este nombre, Madrona, no parece referirse a la santa martirizada en Tesalónica, sino que haría referencia a la Diosa Madre, recuerdo de una antigua divinidad que en tiempos remotos fue adorada en dicha montaña.
Un enclave tan emblemático para las gentes que habitaban la Ciudad Condal y su planicie extramuros no podía llamar la atención sólo de los religiosos. También se convirtió en el punto de encuentro preferido por los adeptos a la brujería. Muchos de ellos se reunían de noche en la actual calle de la Cadena (barrio del Raval o Barrio Chino) y desde allí se dirigían a la montaña para reunirse con sus orreligionarios.
El lugar preferido para realizar sus aquelarres era la zona que actualmente se conoce como Font del Gat (Fuente del Gato) y que aún hoy, y de forma más que simbólica, está presidida por la inmensa cabeza pétrea de un iracundo diablo. Este tipo de reuniones, muy arraigadas en toda Europa, se prolongaron desde los últimos siglos de la Edad Media hasta bien entrado el siglo XVIII. Y algunos brujólogos, como Lluis Utset i Cortés, aseguran que en los primeros años del siglo XIX todavía se celebraban encuentros de este tipo en lo que anteriormente eran tupidos bosques. En la actualidad, en las cercanías del lóbrego pantano de La Foixarda se producen con cierta regularidad rituales y ceremonias de corte ocultista.
Al mencionar este paraje hemos de comentar que existe una antigua leyenda que asegura que el diablo quiso destruir Montjuïc debido a la envidia que sentía hacia la Santa Madrona, muy venerada por los barceloneses. Sin embargo, ésta dibujó con su mano un enorme símbolo de la cruz que hizo huir al diablo, no sin que antes provocara un gran cráter en la montaña.
Que, según el escritor Ernesto Milá, recibió el nombre de El forat del diable (El agujero del diablo) y que algunos han querido identificar con la cantera en la que se encuentra el ya mencionado Teatro Griego. Durante el siglo XIII y posiblemente durante los primeros años del siglo XIV otros “heterodoxos” –en este caso, los cátaros–, además de reunirse en los alrededores de la preciosa y cercana iglesia de Sant Pau del Camp, acudían a Montjuïc para celebrar sus encuentros, muy alejados de los de la Iglesia católica. Como vemos, el interés que Montjuïc ha despertado a lo largo de la historia en toda suerte de grupos es más que interesante.
Montjuïc estuvo habitada por diversos pobladores distribuidos por toda la montaña, entre los que destacaba con toda probabilidad un poblado ibérico situado en lo más alto de la roca, donde se encuentra actualmente el inmenso castillo-museo.
El poblado ibérico se convirtió muy pronto en un núcleo romano fortificado, aunque se sabe de la existencia de otro asentamiento amurallado que fue construido a principios del siglo VI a.C. Con la emigración de gran parte de sus habitantes a la cercana ciudad edificada sobre el monte Taber (la actual Barcelona), la montaña quedaría en parte casi abandonada y repleta de exuberante vegetación.
Los caballeros de la Orden del Temple tenían varios asentamientos en la Ciudad Condal. El 23 de abril de 1134 Bernat Ramón de Massanet y su hijo Berenguer cedieron algunas de sus posesiones a los templarios, entre ellas varias de sus pertenencias en plena montaña de Montjuïc.
El Museo Nacional de Arte de Cataluña. Durante las obras que se llevaron a cabo para su construcción, en la década de 1920, aparecieron largos túneles cerca de su emplazamiento.
En la antigüedad, y por su proximidad con el mar, Montjuïc fue una zona portuaria. Algunos arqueólogos creen que su puerto romano -que todavía no ha sido hallado- estaba situado justamente en la falda de la montaña de Montjuïc