La Isla de Alborán
Poco tiempo después de que Ibn Battuta recorriera medio mundo y diera cuenta de sus viajes al sultán merení de Fez en su libro A través del islam, un corsario de origen tunecino llamado Al-Borany alcanzó con sus barcos y su tripulación una isla en mitad del mar Mediterráneo, a treinta y cinco millas al norte del cabo de Tres Forcas, próximo a Melilla, y a cuarenta y ocho millas al sur de las costas de Almería.
Escondido tras sus acantilados, Al-Borany aguardaba la llegada de los navíos que dejaban atrás el Estrecho de Gibraltar y se dirigían en dirección este hacia los países de la Europa mediterránea o de la costa norteafricana para abordarlos y hacerse con su botín. Al-Borany sembró el terror entre los barcos cristianos que surcaban las amenazadas aguas que separaban la península ibérica de las costas rifeñas. Desde esta solitaria isla atacó el litoral almeriense durante el dominio otomano y escondió su botín de guerra en las cuevas abiertas entre sus acantilados, en las covachas de las Lapas, el Pagel o el Lobo Marino, azotadas aún hoy por las olas y los vientos.
En árabe Al-Borany significa tempestad, tormenta y violencia. Pero también ombligo, que es una metáfora muy apropiada del lugar que la isla de Alborán ocupa en el Mediterráneo. El ferry que a diario parte de Motril en dirección a Melilla deja a la izquierda, un par de horas después de iniciar su singladura, la isla de Alborán que se distingue a lo lejos como una raya rasa en el horizonte azul, sin más altura que la que establece su espigado faro, construido a mitad del XIX sobre una casa de dos pisos, de tipología colonial, sillares que subrayan puertas y ventanas y tejados a dos aguas con un patio en su interior.
Alborán es una isla que forma parte de Almería, según una disposición firmada el 9 de mayo de 1884 por el rey Alfonso XII.
Alborán es un sitio extraño, una isla singular con forma de triángulo isósceles, de poco más de siete hectáreas, batida por las olas y apaleada por los vientos que suben desde el continente africano. Cuentan las leyendas que en ella enloquecieron fareros que como huraños anacoretas no tenían otra misión que encender a la caída de la tarde las luces de la torre para avisar a los barcos de su posición.
Alborán es una isla de origen volcánico. En ella no hay más que un faro, un módulo prefabricado que acoge a un destacamento de doce soldados de la Infantería de Marina, un puerto minúsculo y un cementerio con sólo tres tumbas. El camposanto, situado al otro lado de la isla, acoge la sepultura sin nombre de un piloto alemán cuyo cuerpo sin vida arrastró las olas hasta estas orillas rocosas. Las otras dos tumbas sí tienen fecha y nombre. En ellas descansan Isabel Espinosa Heras y Antonia Fernández de Somavilla, la suegra de un farero y la mujer de otro, fallecidas en 1910 y 1920, respectivamente.
Una isla en mitad de la mar, tan expuesta en las cartas de navegación, fue a lo largo de la historia semillero de batallas como la que lleva su nombre, desatada el 1 de octubre de 1540, una de las primeras acciones de la Armada Invencible en la que una decena de galeras con bandera española se enfrentó a dieciséis navíos de piratas berberiscos. La artillería española hundió en las primeras dos horas de la batalla dos navíos piratas. Conscientes de la supremacía española los berberiscos decidieron retirarse a tiempo a las costas rifeñas.
Más recientemente, a mitad del pasado siglo, buques soviéticos merodearon por la isla y sus aguas hasta que las autoridades franquistas acabaron por expulsarlos. Se hacían pasar por pescadores faenando en aguas ricas en gamba roja, besugo, mero, gallineta y merluza. Pero papeles desclasificados hace años demostraron que se trataba de barcos espías que vigilaban un punto estratégico del Mediterráneo en busca de submarinos.
En el año 1963, con la muerte del último farero, la isla quedó deshabitada. Cuatro años más tarde un destacamento de la Infantería de Marina volvió a ella y permaneció aquí hasta mediados de la década de los setenta. Otra vez sin nadie la isla fue un peligroso centro de operaciones de bandas de narcotraficantes y punto de enlace para inmigrantes ilegales.
Hace diez años Defensa acordó destinar un destacamento permanente. Hoy las amenazas son menos. Los doce miembros del Ejército que la vigilan izan al amanecer la bandera de España, realizan tareas de mantenimiento hasta media mañana, hacen deporte y ejercicios de maniobras por los cuatro caminos de tierra que tapizan la meseta y después de la cena, a las doce de la noche, la única luz que alumbra la isla es la que sale de la boca acristalada del faro.
Lo que rodea a Alborán son mares oscuros de hasta mil quinientos metros de profundidad. Los vientos africanos queman la rala vegetación que crece sobre la planicie de la isla, rodeada de acantilados de hasta quince metros de altura y abierta apenas a un par de playas, una a levante y otra a poniente.
Alborán se formó hace trescientos millones de años, durante el Paleozoico. La isla emergió como el resto de una caldera volcánica. Miles de años más tarde sufrió un proceso de inmersión del que dan cuenta los sedimentos marinos hallados en su superficie. Finalmente, la tierra volvió a emerger de las aguas. La edad de la geología se mide de modo bien distinto a la edad del hombre. Alborán sufre un proceso irreversible de desgaste erosivo, un lento pero inexorable desplome dentro de la cordillera submarina sobre la que se asienta. Acabará hundida y bajo las aguas, pero hasta que eso ocurra aún habrá que esperar millones de años.
Posee contados endemismos florales únicos en el mundo, escarabajos que solo existen aquí, aves que utilizan la isla como descanso durante sus migraciones y unos fondos marinos excelsos donde se han catalogado hasta mil ochocientas especies vegetales y animales. A sus orillas se acercan los delfines mulares, cachalotes, rorcuales, tortugas bobas y hasta hace bien poco familias de focas monje, cada día menos habituales en las aguas del Mediterráneo.