Las Brujas de Hondarribia
En mayo de 1611 cuatro mujeres francesas fueron acusadas de practicar brujería en la villa de Hondarribia. Los acusadores: unas niñas que afirmaron haber sido embrujadas por aquellas mujeres.
Los nombres de las acusadas trascendieron la historia ya que este proceso de brujería fue transcrito y se conserva: María de Illarra, Inesa de Gaxen, María de Echagaray y María de Garro.
Cuando aquellas niñas comenzaron a contar las historias acerca de las francesas, el rumor de que las extranjeras practicaban las artes oscuras se extendió por toda la villa. Las autoridades, para calmar al pueblo, decidieron decretar lo siguiente:
En la M.N. y M.L. Villa de Fuenterrabía a seis días del mes de Mayo de 1611, los señores Sancho de Ubílla y Gabriel de Abadía Alcaldes ordinarios por el Rey Nuestro Señor (…) a su noticia era venido de cómo, en mucha ofensa de Dios y de la Santa Fe católica y escándalo de la república, había algunas personas, en particular forasteras del reino de Francia, residentes en esta villa y su jurisdicción, brujas maestras que embrujaban y habían embrujado muchas criaturas, y dichas criaturas lo decían, declaraban y manifestaban y que en dicho oficio y secta demoniaca se daban mucha priesa de 20 días a esta parte y porque semejantes ofensas no se hagan a Dios nuestro señor, ni continúen tales cizañas (…) mandaron hacer esta cabeza de proceso.
Rápidamente se convocó un juicio. Las pequeñas fueron invitadas a relatar, ante público y autoridades, de nuevo las historias que habían extendido por el pueblo.
Las niñas, de entre 13 y 14 años, revelaron en el juicio que bajo el efecto de algún hechizo fueron obligadas a participar en extrañas ceremonias en las que se adoraba al diablo, clara alusión a los aquelarres. En los cuales estaba sentado en el centro en un trono dorado y al que hablaban en vasco.
Según el texto original del proceso:
María de Illara, alias Mayora, le dijo al diablo (…) «Señor, aquí os traigo gente nueva», hablándole en vascuence y luego el diablo en vascuence le habló a esta testigo —refiriéndose a una de las niñas que estaba testificando— que renegase de nuestra señora y luego de Iseu Cristo (…)
Afirmaron también haber sido testigos de actos de brujería. Una de las niñas dijo haber salido volando de su casa en una escoba con María de Echagaray. Añadió también que le había ofrecido manzanas y pan negro, algo que los asistentes a la vista afirmaron ser uno de los cebos que usaban las brujas para engañar a los niños.
Las acusadas, a pesar de declararse inocentes, fueron encerradas en las mazmorras del Castillo de San Telmo, una fortaleza del siglo XVI construida en tiempos de Felipe II y emplazada sobre la bahía de Híger. Eran mazmorras especialmente crueles, ya que, cuando subía la marea el agua entraba en las celdas y cubría a los presos, a veces hasta ahogarlos.
María de Illara, a los pocos días del encierro, confesó que era bruja y que fabricaba ungüentos hechos de sapos para poder ir volando a los aquelarres. También afirmó que había mantenido relaciones sexuales con el Demonio en repetidas ocasiones.
La noticia de su confesión corrió como la pólvora y, de repente, aparecieron otros niños con relatos de vuelos en escoba y asistencias a aquelarres. Las autoridades no daban crédito y continuaron con las mujeres bajo arresto, y seguramente también bajo fuertes torturas buscando una confesión.
María de Echagaray sucumbió y confesó ser bruja, pero las otras dos mantuvieron su declaración de inocencia. Los alcaldes no sabían ya que hacer, no estaban seguros de su inocencia, pero tampoco querían enviar a la hoguera a mujeres inocentes, a pesar de la petición popular de que así lo hiciesen.
Para evitar tomar una mala decisión enviaron misivas al inquisidor Alonso de Salazar que estaba por la zona. El inquisidor, curiosamente, no prestó ninguna atención al asunto. Finalmente, los alcaldes tuvieron que tomar una decisión y pusieron a las mujeres en libertad. Pero el pueblo no estuvo conforme y presionaron a estos para que, al final, decretaran una orden de destierro que finalmente se firmó bajo pena de incumplimiento de 200 azotes.
Pese a los interrogatorios, las torturas y la acusación a la Inquisición, ninguna de ellas fue quemada en la hoguera.