Corsarios & Piratas
La bahía de Gorliz y Plentzia es el escenario elegido por un tal Antón de Garay, primer corsario vizcaíno del que se tienen noticias, para acometer sus primeras hazañas, y escenario en donde los filibusteros vascos fueron protagonistas directos en los vaivenes en las sucesivas guerras que Carlos V y Felipe II entablaron con Francia e Inglaterra.
Si es bastante conocida la larga historia de piratas y corsarios de toda la costa vasca, desde Pobeña hasta Baiona, no lo es tanto que este tramo de costa fue el escenario en el que innumerables naves fueron víctimas de estos ladrones del mar que zarpaban de Bilbao, Pasajes, Hondarribia o Donostia y también desde Hendaya, San Juan de Luz, Biarritz o Baiona. Desde estos auténticos nidos de corsarios, e incluso de piratas, partían hacia la aventura hombres intrépidos, con necesidades económicas, aventureros, a veces crueles, que optaron por dedicarse al corso o a la piratería como modus vivendi. O al menos como complemento ocasional a escuálidos ingresos tras malas campañas de pesca en Terranova en busca del bacalao o la ballena. Al fin y al cabo, en la mar imperaba la ley del más fuerte, aún más que en tierra firme.
En resumen, y por abordar con detalle la diferencia entre corsario y pirata, podemos afirmar que la frontera entre un comerciante o un arrantzale y un corsario era muy difusa y dependía del grado de necesidad de aquellos hombres, así como del contexto político y bélico de cada época. Pero es que, a su vez, no era menos difusa la frontera entre el corsario y el pirata. El primero posee una “carta de corso”, un documento oficial del monarca de turno, autorizándole a atacar a las naves de países que en ese momento son enemigos de la corona; es una actividad regulada. El pirata en cambio actúa libremente y no rinde cuentas a rey ni autoridad alguna; el botín será repartido entre el capitán, oficiales y tripulación, incluso en este caso siguiendo estrictamente códigos y leyes de honor. Pero el corsario tendía a ampliar las prerrogativas concedidas por el monarca, a favor de sus propios intereses, rozando ya por lo tanto la piratería. Para los monarcas castellanos, a falta todavía de una Armada, el corso se convirtió a partir del siglo XVI en un instrumento necesario para asegurar el tráfico con las Indias, pues sus riquezas despertaron la codicia de las potencias marítimas europeas; principalmente Francia, Inglaterra y Holanda. A su vez, para los armadores corsarios era una ocasión de oro para hacerse con el ídem, atacando a barcos mercantes sin grandes posibilidades de defensa. A modo de ejemplo incluimos aquí una patente de corso otorgada por el rey Carlos II a una fragata donostiarra, Nuestra Señora del Rosario:
“En virtud de la presente, permito al dicho capitán, puede salir a corso con la referida fragata gente de guerra, armas y municiones necesarias, y recorrer las costas de España, Berbería y las de Francia, pelear y apresar los bajeles que de la nación francesa encontrare, por la guerra declarada con aquella Corona; y a los demás corsarios turcos y moros que pudiere; y a otras embarcaciones que fueren de enemigos de mi Real Corona, con calidad y declaración que no pueda ir ni pasar con su fragata a las costas del Brasil, islas de las Terceras, Madera y Canarias, ni a las costas de las Indias con ningún pretexto… Dada en Madrid, a 28 de Agosto de 1690. Yo, el Rey.”
Otro hecho que no deja de llamar la atención es que existía una especie de trato de favor con los oficiales ingleses apresados. Resulta que en muchos casos permanecían en calidad de invitados en las casas de los armadores cuyas fragatas los habían capturado. Luego, estos armadores intentaban que la Corona corriese con los gastos generados por su manutención (comida y alojamiento), a lo que desde la capital del Reino solían hacer oídos sordos. En algunos casos, estos oficiales, huéspedes a la fuerza al principio, eran contratados para trabajar en Bilbao, e incluso se alistaban como corsarios, pero en naves vizcaínas. Esto sí que era integración.
El corsarismo existió desde el siglo XIV al XIX, si bien se considera a los siglos XVII y XVIII como los de su apogeo en nuestro país. Al barco pirata se le llamaba en euskera vizcaíno “ogetabostekue”, el de veinticinco, por ser éste el número habitual de sus tripulantes. La mayoría de nuestros piratas-corsarios eran guipuzcoanos y vascofranceses. Curiosamente, es sin embargo de Bizkaia de donde proceden los dos más antiguos de quienes se tiene noticia: el citado Pedro de Larraondo y Antón de Garai.
Larraondo era bilbaíno y comerciante y harto de ser víctima de abordajes en el Mediterráneo, en los que perdía toda su mercancía a manos de los catalanes, él mismo comenzó a dedicarse al corso a partir de 1405 y luego directamente a la piratería. Padecieron sus andanzas en puertos como Génova y Alejandría, pero también en Brujas o Southampton. Su especialidad, los mercaderes catalanes. Fue ejecutado por orden del Sultán de Egipto cuando se negó a cambiar su religión cristiana por el islam.
Antón Garai, en cambio, era un arrantzale nacido en Gorliz a fines del siglo XV. y al mando de unos 25 mercenarios, se hizo a la mar desde Galicia en un carretón grande o gabarra que había adquirido en La Coruña y reformado en el puerto de Cedeira, y al que puso por nombre La Trinidad. Su primera víctima fue el navío bretón La Piedad y tras éste una serie de buques de todos los pabellones fueron presa del corsario vizcaíno. Cuando volvía a tierra y estaba con los suyos, llevaba una vida absolutamente normal. Lo malo es que algunas víctimas lo reconocieron y lo denunciaron ante el Corregidor, algo así como el gobernador civil de la época. Sucedió que a sus habituales presas (holandesas, inglesas, bretonas, portuguesas…) añadió por su cuenta las castellanas. Y lo pagó caro. En el juicio negó los cargos y solo se reconoció culpable ya en el patíbulo. Prometió que iba a restituir todo lo sustraído, pero el juez se limitó a ordenar que se cumpliera la sentencia y murió ahorcado.