Islas Medes, refugio de piratas
El pequeño archipiélago de las Islas Medes está compuesto por un total de siete islotes y algún que otro arrecife cuyos perfiles rompen la línea azul del horizonte a una milla escasa de la costa ampurdanesa del macizo del Montgrí.
No obstante, a pesar de su mínima extensión y su áspero aspecto, las Islas Medes gozan de una historia plena de vicisitudes y, por ellas, han pasado innumerables civilizaciones. Entre ellas, los primeros en ocuparlas fueron navegantes griegos, como demuestran los diferentes restos encontrados y que pertenecen a la misma época que los vestigios hallados en el asentamiento helénico de Roses. Entre los objetos dejados por la civilización helena, destacan ánforas, ruedas de molino manuales, fragmentos de cántaros y cepos de ancla de plomo y piedra, así como de pizarra. Además, los vasos lacrimatorios de barro y vidrio y los huesos humanos encontrados en la Meda Gran, la isla más grande, permiten pensar que el lugar fue utilizado como necrópolis. Y, probablemente, también en la Meda Gran ya se explotaba la cantera de yeso que da nombre a la punta noroeste en esta época.
La situación estratégica de las islas, próximas a la costa, posibilitaba realizar ataques rápidos a las poblaciones de la costa gerundense garantizando una retirada segura. Por ello, durante la Edad Media, las Islas Medes se convirtieron en el refugio elegido por los piratas que saqueaban, en veloces incursiones, no sólo las masías y los pueblos costeros, sino que también amenazaban el comercio marítimo, especialmente, aquellos barcos que se dirigían hacia el puerto de Barcelona.
Para intentar impedir y acabar con las andanzas de los corsarios, Martín el Humano ideó la construcción en el archipiélago de una torre de defensa y el establecimiento de un monasterio regentado por los Caballeros del Santo Sepulcro en la punta occidental de la Meda Gran. Sin embargo, el elevado coste de las obras de fortificación se alargó demasiado en el tiempo, por lo que la citada orden decidió abandonar las islas. El cenobio pasó, entonces, por varias manos, sin conseguir una fundación estable, hasta que, en 1442, los genoveses atacaron el lugar y quemaron las dependencias y la capilla de Sant Miquel. Los edificios quedaron arruinados y terminaron desapareciendo en su totalidad, cuando, en 1552, el mar decidió recuperar, precisamente, el sitio en el cual se levantaban. Aquel pedazo de tierra se hundió, llevándose consigo el legado y los proyectos del Humano.
Posteriormente, los conflictos bélicos ocurridos a finales del siglo XVIII devolvieron cierto protagonismo a estas islas. En ellas, las tropas francesas edificaron una fortificación en 1794. Eran épocas revueltas y confusas, con la Revolución Francesa en pleno apogeo, por lo que la fortaleza de las Islas Medes no fue bien vista por sus potenciales enemigos. Por ello, el archipiélago fue invadido con prontitud por la poderosa armada inglesa, cuyos dirigentes convirtieron el fortín galo en un presidio militar. Posteriormente, en el transcurso de la guerra contra Napoleón Bonaparte, fueron ocupadas de nuevo por los franceses, aunque, con el fin de los días del general, volvieron a quedar bajo dominio español, quien, convencido de la estratégica situación y el valor de estas islas, mantuvo, hasta 1890, una guarnición que fue reduciéndose en número paulatinamente.
Anteriormente, en 1866, bajo el reinado de Isabel II, se instaló un faro cuyos restos, degradados por el paso del tiempo, todavía se conservan en pie. Aunque fue sustituido por el actual en 1930, el faro muestra la característica silueta de su torre sobre la vivienda de los antiguos fareros y, en los alrededores, arruinados, los restos dispersos de las antiguas baterías y construcciones militares.
Dos años más tarde, en 1932, la Meda Gran fue definitivamente abandonada por el hombre y la naturaleza recuperó su inicial dominio absoluto sobre las islas. Ella ha sido la encargada de convertirlas, en su parte terrestre, en un paraíso ornitológico.