Los Ojáncanos
Hace ya muchísimos años vivían dos hermanos ojáncanos en los montes de Bareyo, Güemes y Ajo, eran muy malos con las gentes del lugar y hacían muchas diabluras.
Por las noches tiraban las tapias de las huertas, derribaban los manzanos, los nogales y toda clase de árboles frutales, arrancaban las parras, pisaban la yerba, tiraban las hacinas, espantaban el ganando y en cierta ocasión rompieron la presa del molino de La Venera.
Las gentes del lugar no paraban de quejarse y todas las mañanas se encontraban algún destrozo. Lo que los vecinos arreglaban por el día los malvados ojáncanos lo destrozaban por la noche.
No todas las trastadas que se atribuían a la pareja de ojáncanos deberían de habérselas achacado a ellos, también, en muchos casos, los destrozos que causaban mozos revoltosos, o vecinos mal avenidos, se decía que las hacían los ojáncanos.
De todas formas, los destrozos, diabluras y trastadas que realizaban los ojáncanos ya eran algo cotidiano y los vecinos, aunque no paraban de quejarse, ya estaban acostumbrados y en ocasiones cuando los destrozos los hacían en otros lugares, hasta se les echaba de menos.
Un caluroso día de verano, unos bárbaros procedentes de la mar llegaron en unos barcos en cuya quilla tenían tallados la cabeza de un dragón. Acamparon en Cárcabos. Equipados de cascos, corazas, escudos y espadas no dejaron de asolar las casas y las mieses de Ajo y alrededores. Iban por las casas exigiendo comida, bebida, ganados y mozas. A quien se lo negaba lo mataban sin piedad.
Las gentes del lugar no podían aguantar más, entre los hermanos ojáncanos y las bárbaras gentes de la mar, el pueblo y sus pobladores estaban destrozados. Fue entonces cuando decidieron irse del pueblo y reunirse en consejo en un lugar del monte junto al arroyo de Lavandera.
Los vecinos, después de poder hablar todos, pensaron que eran mucho mejor los ojáncanos que los bárbaros, ya que los primeros, al menos, no mataban a nadie ni exigían a las mozas. Mandaron entonces a las dos mozas más guapas del pueblo a hablar con los ojáncanos.
Las mozas, comiéndose el miedo a los ojáncanos porque dependía el futuro de todo el pueblo de sus palabras, citaron a los ojáncanos para que acudiesen al consejo. Los ojáncanos, embelesados por la hermosura de las mozas, escucharon sus propuestas y aceptaron participar.
A la hora y lugar pactados los ojáncanos acudieron a la cita. La persona con el habla más suave y pausada del pueblo pidió a los ojáncanos, en nombre de todos, que ayudaran a los vecinos a echar a los bárbaros. Los ojáncanos pensaron que era el momento de pedir algo a cambio y pidieron a perpetuidad el Cabo de Ajo, ya que les encantaba y calmaba el ruido de la mar golpeando las rocas. Los vecinos accedieron gustosos porque no creyeron que era demasiado lo que pedían si el pacto resultaba.
Se acercaba el final del verano, allá por principios de septiembre, y después de muchos preparativos y planes las gentes del pueblo se dividieron en dos formaciones combativas. Un grupo, el más numeroso y fuerte, rodeó la playa de Cuberris. El segundo grupo, compuesto de personas menos fuertes, rodeó las estribaciones de la playa de Antuerta. Los ojáncanos, con su grandeza y grandes mazos en las manos avanzaron desde el arroyo Lavandera empujando a los bárbaros contra los acantilados de Cárcabos. Avanzaron todos al tiempo sin dar otra escapatoria a los bárbaros que la mar o morir en los acantilados. Ni uno solo de los bárbaros acabó la batalla con vida.
Los preparativos para la gran batalla dieron sus frutos. Los bárbaros fueron eliminados y la amistad brotó entre vecinos y los hermanos ojáncanos.
El pacto se cumplió y los ojáncanos pudieron disfrutar para siempre del Cabo de Ajo.
Desde aquel día se dice que los ojos de los dos ojáncanos vigilan en La Ojerada que no vuelvan los bárbaros y actualmente se celebra la fiesta de San Pedruco todos los primeros viernes de septiembre para conmemorar la victoria. El lugar de la fiesta no podía ser otro que el lugar donde se selló el pacto en consejo de vecinos y ojáncanos, lugar donde hoy se encuentra la ermita de San Pedruco en Ajo.