La Sirenuca de Castro
La hermosa villa costera de Castro Urdiales se encuentra situada en la costa Cantábrica, en un enclave privilegiado, ya cerca con el límite entre Cantabria y el País Vasco. Fue fundada por los romanos como Flavióbriga.
La antigua Flaviobriga romana, formó parte de la poderosa hermandad de las Cuatro Villas de la Costa del Mar. Los privilegios concedidos por el rey Alfonso VIII de Castilla en el siglo XII significaron el empuje para que la villa alcanzara un gran apogeo marítimo, que se vio refrendado con la obtención de la capitalidad de la Hermandad de la Marina de Castilla, formada por los principales puertos del litoral cantábrico y que permitió que el municipio desarrollara una importante actividad comercial con Flandes, Francia e Inglaterra.
En el año 1588 la villa participó en la aventura de la Armada Invencible con 15 naves y unos 400 hombres, que se integraron bajo el mando de Don Antonio Hurtado de Mendoza. Durante la Guerra de la Independencia, Castro Urdiales fue aniquilada por los franceses y quedó prácticamente destruida. Parte de los defensores consiguieron escapar en buques ingleses.
Desde la parte baja de la ciudad ya nos sorprende en lo más alto el conjunto arquitectónico formado por su castillo y su iglesia.
Es famosa en toda Cantabria la leyenda de la Sirenuca de Castro Urdiales. Esta leyenda nos cuenta la historia de una hermosa joven castreña de ojos azules que todos los días acudía a mariscar a la playa. Elegía para ello los lugares más apartados y peligrosos del acantilado, donde había mayor cantidad de pesca y donde nadie más se atrevía a ir, y mientras trabajaba cantaba al ritmo de las olas y a veces se miraba en su pequeño espejo de nácar. Todos los días regresaba a su casa cantando, contenta con la cantidad de marisco recogido. Mientras, en casa, su madre esperaba con honda preocupación el regreso de su hija, conocedora del peligro que corría. Era por ello por lo que cada día la reprendía para que mariscara con los demás y no lo hiciera en los acantilados. Pero los consejos de la madre eran desoídos por la hija, que seguía acudiendo a los acantilados, a pesar de ser consciente del peligro que corría.
Un día, al regresar la joven, la madre volvió a reprenderla duramente y, en un momento de nervios, la maldijo diciendo: ¡Así permita el Dios del Cielo que te vuelvas pez!
Al día siguiente, la joven regresó al trabajo y volvió a subir al acantilado. Fue entonces cuando de su bolsillo cayó el espejo de nácar. Intentó buscarlo con la mirada y al inclinarse, perdió el equilibrio y cayó al mar. Pese a lo agitadas que estaban en ese momento las aguas, la joven nadó con facilidad hasta alcanzar las rocas. Intentó subirse a ellas, pero no pudo. Descubrió entonces que sus piernas habían sido sustituidas por una larga cola. Se había convertido en una sirena. Era el castigo por desobedecer los consejos de su madre.
A partir de entonces, la sirena avisaba a con sus cantos los marineros, en los días de espesa niebla y por la noche, de la cercanía de los peligrosos acantilados. Aquella sirena fue muy conocida por todos los marineros del lugar. Hasta que un día, mientras un marinero pescaba noto como en su red había quedado atrapado un gran pez. Tiró con toda su fuerza hasta conseguir subirla a su barca. Vio entonces con sorpresa que el pez tenía cuerpo de mujer y larga cola en lugar de piernas. Adivinó que era la sirena que avisaba a los marineros en los días de tormenta. Quedó prendado de su belleza, hasta el punto de que no pudo evitar besarla en los labios. Entonces, la sirena abrió sus azules ojos y se convirtió de nuevo en mujer. El pescador la llevó a tierra y le pidió que se casara con él. Ella, feliz por haber recobrado su condición humana, aceptó su ofrecimiento.
Pero la muchacha no era feliz. Añoraba el tiempo en que era completamente libre en el mar, jugando con las olas y acompañándolas con su canto. Era por ello por lo que todos los días acudía a los acantilados a pasar largas horas mirando el mar, cantando al ritmo de las olas. Un día, vio que un objeto que se encontraba bajo las piedras brillaba a la luz del sol. Las apartó y descubrió su espejo de nácar. Miró en él su cabellera rubia, sus ojos azules y sus entristecidos ojos. Se acordó entonces de aquel día que lo perdió mientras mariscaba. Entonces cayó al suelo y, sorprendida, vio como sus piernas volvían a convertirla de nuevo en una sirena, siendo arrastrada por las olas hacia el mar adentro, donde la joven recobró su libertad. Dicen algunos que su esposo, triste y desesperado por la desaparición de su esposa, se suicidó arrojándose desde lo más alto del acantilado. Desde entonces, en los días de bruma y tormenta, un dulce canto avisa a los barcos de la cercanía de los acantilados.