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La tía “Cachocha” era especialista en curar el mal de amores. Todo el mundo acudía a ella cuando veían que sus enamorados se distanciaban. Ella no usaba secretos conjuros ni invocaba a espíritus, tan solo proporcionaba a los locos de amor unos polvos mágicos a los que denominaba “pichirichis”. Fíjense si este remedio era efectivo que hoy en día, más de cincuenta años después de su muerte, hay personas que acuden a Mojácar en busca de alguien que aún conserve una pizca de esos “pichirichis”. «Vendo polvos para querer, para aborrecer, para entontecer…» le confesó al genial periodista andaluz Tico Medina. «Y he recibido visitas tan importantes que ni se lo creería».

El 18 de julio de 1926, “Diario de Almería” abría la edición con un llamativo titular en portada: Lo que debe evitarse. El cuerpo de la noticia no tenía desperdicio. En esta pedanía que se encuentra a 5 km de Mojácar, muy cerca del famoso hotel “El Algarrobico”, un “curandero” estaba en boca de gran parte de la provincia debido a sus supuestas curaciones milagrosas. Dicha noticia habla de interminables caravanas de caballerías, de distintos pueblos, que cada día llegan a la humilde casa de este personaje en busca de un prodigio. Todo tipo de enfermos, ciegos de nacimiento, tuberculosos y mutilados desfilan por el lugar, ante la narración atónita de los periodistas de la época. Dicen que no cobra nada, pero algunos testigos apuntan a que una de sus hijas está permanentemente en la puerta de la achatada casa de adobes negros para recoger aquellos donativos que libremente dan los enfermos. Incluso un hombre ha abierto un negocio de transportes para llevar a la gente desde Mojácar hasta Agua En medio, tres veces al día.

El iluminado o santón, como así lo bautizó la prensa, usaba una verborrea más que convincente para lograr ese efecto placebo en los que acudían a él. «No he recuperado la vista, pero me siento mucho mejor», dijo un ciego tras el encuentro con este personaje, de larga barba blanca y alucinantes ojos, a quien muchos también temían en la zona, y que determinados días era capaz de congregar en sus inmediaciones a más de cuatro mil enfermos. ¡Incluso hacía visitas a domicilio cuando algún hombre pudiente de la capital requería de sus servicios!, como así atestigua otra información del mencionado periódico el 24 de junio de ese mismo año.

Realmente se llamaba Frasquito y los vecinos le apodaban “el Santón de la Sierra”. Algunos decían que era la reencarnación de un profeta del Antiguo Testamento, rumor que alimentaba su peculiar aspecto físico (tremendamente alto y espigado). Siempre cubría su cabeza con un pañuelo negro, y tenía un hablar cavernoso. Era normal que aquellas gentes, sugestionables y con arraigadas creencias, cayeran sugestionadas ante la presencia del “tío Frasquito”. Al igual que la tía “Cachocha”, tampoco usaba pócimas mágicas ni remedios caseros. Su método era la palabra, y siempre se despedía con una solemne frase: Sé bueno, busca en todo la paz de Dios, cree en él, ama a tus semejantes y haz siempre obras buenas. El historiador Carlos Almendros aporta la solución al enigma: Ambiente misterioso del lugar, gentes sencillas, primitivas e imaginativas, y psicología hábilmente manejada por una persona de cualidades extraordinarias.

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