El gran burdel medieval de Valencia
Cada día, con la puesta de sol, suenan las campanas de la Catedral de Valencia. Avisan de que se cierran las puertas de la ciudad. Valencia no tiene puertas desde el siglo XIX. Aun así, el repique es idéntico al que se oyó en el pasado. Nadie tiene prisa por entrar en la ciudad porque ya nadie se quedará a la Luna de Valencia. Nadie tendrá prisa por salir, pero las campanas suenan.
Es, posiblemente, una de las pocas tradiciones medievales que perduran, al margen de alguna fiesta religiosa, el Corpus principalmente, o pagana, las Fallas. Otras costumbres y hábitos sociales, vistos hoy, sorprenden y maravillan, pero por lo que suponían de avance social. En algunas cosas, pocas, los ciudadanos de la Valencia de la Edad Media vivían muy por delante de nuestro tiempo. Por hipocresía, por costumbre, por pragmatismo, pero demostraban más sensibilidad social.
El caso más llamativo, sin duda, es el gran burdel de la ciudad, posiblemente el mayor de la historia del Reino de Valencia y uno de los más grandes de todos los tiempos. Valencia fue Babilonia entre 1325 y 1671, aproximadamente. Durante tres siglos y medio una zona de la ciudad estuvo reservada para viviendas de las prostitutas, una suerte de Barrio Rojo de Ámsterdam con puntos en común con la famosa calle Reeperbahn de Hamburgo. A él podían acceder todos los hombres mayores de edad que no fueran ni sarracenos ni judíos.
Fue el rey Jaume II el Just el que ordenó emplazar la mancebía en la pobla de Bernat Villa. Al noroeste de la ciudad, fuera de las murallas, ocupaba un área que iba entre las calles Salvador Giner, Alta, Ripalda y Guillem de Castro. Se hallaba fuera de las murallas, pero, por azar, con la ampliación del recinto de la ciudad en 1356 se quedaron dentro. Tal y como señala la historiadora Noelia Ràngel en su artículo ‘Moras, jóvenes y prostitutas: Acerca de la prostitución valenciana a finales de la Edad Media’, la existencia del burdel de Valencia no era precisamente una rara avis en el Mediterráneo.
“No es un fenómeno irrelevante en la Edad Media, sino que es una dimensión esencial de dicha sociedad. Poco a poco, bajo el impulso de los eclesiásticos, fue arraigando una mirada utilitaria hacia las prostitutas: si bien eran denigradas por su trabajo, a causa del tabú del sexo, a diferencia de otros grupos marginados, eran consideradas como un mal necesario. Al fin y al cabo, las prostitutas ejercían un rol social”, escribe en su artículo Rángel.
La mancebía de Valencia ha sido reflejada profundamente en la historiografía valenciana. Especialmente significativo es el libro de 1876 de Manuel Carboneres Picaronas y alcahuetes o la mancebía en Valencia, un volumen que se ha convertido en el punto de referencia de historiadores y estudiosos que se han ido aproximando al fenómeno.
Se intentó frenar su expansión
¿Qué tenía de especial esta mancebía valenciana con respecto a otras famosas de España, como por ejemplo la de Sevilla (que se creó en 1337) o la de Barcelona (1448)? Según constata Eduardo Muñoz Saavedra en ‘Ciudad y prostitución en España en los siglos XIV y XV’, la práctica era habitual. Pero la de Valencia fue mejor que la de ninguna otra ciudad. Quizá porque se quedó dentro de las murallas, quizá por su riguroso sistema de control médico y de orden público… Fuese por el motivo que fuese, triunfó. Y eso provocó críticas y recelos. Prácticamente desde el principio se intentó frenar la expansión del meretricio.
A fines del siglo XIV, algunas ciudades como Valencia, dedicaron parte de su erario público a las mujeres arrepentidas concediéndoles una dote para su integración social a través del matrimonio”, escribe Muñoz Saavedra.
Fue inútil. Las arrepentidas o repenides, que es como se les cita en la documentación, eran más bien pocas. Las prostitutas valencianas cobraron fama nacional. A principios del siglo XVI la mancebía de Valencia tenía los precios más altos del reino de España. Acostarse con una prostituta de Valencia era el doble de caro que, en cualquier otra ciudad de la corona española, explica el historiador Fernando Javier López. Las prostitutas ganaban tanto dinero que se adornaban con las mejores sedas y causaban la envidia de las damas de la alta sociedad.
Las alusiones a las prostitutas eran habituales hasta en los edificios. Una famosa gárgola de la Catedral de Valencia, cerca de la puerta románica, muestra a una mujer madura desnuda sujetándose los pechos con lascivia. Otra, de la Lonja, muestra impúdicamente su sexo desnudo señalando precisamente al sitio original donde se ubicaba el burdel.
La ciudad se convirtió en algo así como Las Vegas del Medievo mediterráneo, la metrópoli de la perdición, y la fama de las damas del amor mercenario se convirtió en motivo de escándalo. Daba igual que prohombres de la ciudad como San Vicente Ferrer las aceptaran como ese mal menor, antes citado. No importaba que las autoridades actuaran con ellas con rigor, y tuviesen contratados a galenos que visitaban regularmente a las prostitutas para controlar la propagación de enfermedades venéreas. Las voces que pidieron un control más férreo sobre el burdel fueron en aumento.
Era, en cierto modo, una ciudad dentro de la ciudad. Tal y como relata Vicent Graullera en su artículo ‘Los hosteleros del burdel de Valencia’, la vida en este recinto no se ceñía sólo al negocio carnal, sino que también “se nutría de otras muchas actividades, como la de organizar comidas o festejos. Algunas mujeres públicas que tenían condiciones para el canto lo hacían para la clientela, organizándose todo tipo de diversiones que hiciesen más placentera la estancia de los visitantes”.
Lentamente se fue estrechando el cerco al burdel. Se impuso que las calles adyacentes se cerraran por las noches. Los hombres que querían cortejar a sus amadas meretrices se vieron obligados a saltar las tapias. Otra argucia consistía en sobornar a los hosteleros del burdel para que dejasen la puerta abierta; se arriesgaban a sanciones sí, pero estaba tan extendida esta práctica que las sanciones se pagaban directamente de un fondo común. Hay relatos de prostitutas descubiertas disfrazadas de hombres, intentando salir para ver a sus amantes.
Encerradas durante las ‘Fiestas de guardar’
La pacata sociedad medieval seguía escandalizada por la libérrima vida de las pecadoras. Comenzaron a limitarse sus movimientos. Mediado el siglo XVI fue costumbre que se las recogiera con motivo de festividades. Primero fue con Semana Santa; después, con cada fiesta relacionada con la Virgen María. “El día antes de la festividad las mujeres eran reunidas en el burdel, para conducirlas ordenadamente al lugar del retiro, que era generalmente el Convento de Arrepentidas de San Gregorio; una vez allí́ se les impedía salir a la calle y para mitigar su ocio se las entretenía con charlas religiosas, buscando a través de la oración el arrepentimiento de su pasada vida”, escribe Graullera.
Finalmente se impuso la disciplina, la severidad, la austeridad y la mancebía de Valencia se cerró, como todas las de España, con los primeros años del reinado de Carlos II, finales del XVII. Las últimas prostitutas fueron enviadas a la casa de las repenides, el convento de San Gregorio, justo donde hoy se encuentra el Teatro Olympia de Valencia, en la calle San Vicente. Allí acabaron las últimas siete prostitutas oficiales que tuvo la ciudad cuya conversión a la vida monacal, realizada por un padre jesuita, se convirtió en leyenda urbana y se habló de ellas como los siete ángeles.
Aun así, su leyenda continuó viva. Giacomo Casanova visitó el solar de las fembres pecadrius, otro de los nombres con los que se conocía al gran burdel. Lo hizo en 1769 y declaró:
”Nunca he visto ni he vivido en una ciudad tan lasciva y hedonista como la Valencia de los Borgia.” Lujuria. Perversión.
Ya nada queda de la mancebía de Valencia, sólo el vago recuerdo de su fama, textos de investigadores y los nombres sueltos de algunas mujeres que vieron como su condición, sus tragedias, sus vidas, han permitido a los estudiosos conocer en profundidad el desconcertante equilibrio social de una ciudad que era conocida en todo el orbe por sus productos de seda, sus ballestas (muy apreciadas en Flandes), su arquitectura (con edificios como la Lonja) y sus meretrices.