LA MORA DE BENASSAL
Allá por el año 1305, poco después de la cesión que hizo D. Guillermo de Angularia a la Orden del Temple del Señorío de Cullar, en el que estaba incluido el poblado de Benasalí con sus alquerías y habitantes cualquiera que fuese su ley, sexo y condición, los caballeros a las órdenes del Gran Maestre Fr. Berengasio de Cardona fijaron su residencia en el castillo de la Mola, del que sólo quedan unos arcos en la parte más elevada del pueblo.
Es fama que, al regresar cierta tarde de Cullar uno de los templarios llamado D. Cristóbal Asens, cabalgaba contemplando distraído los girones de niebla que flotaban en las hondonadas, fingiendo tenues velos que se unían o desplegaban fantásticamente en el espacio, cuando un rumor de pasos le arrancó de su contemplación haciéndole volver el rostro con enojo.
Por vecino sendero y en opuesta dirección caminaba una joven mora de excepcional hermosura. Su talle esbelto y su figura gallarda eran el complemento de un rostro agradable, iluminado por dos ojos obscuros llenos de dulzura y animado por unos labios rojos y hechiceros. Servían de precioso cerco a su cara unos cabellos castaños de ondulaciones armoniosas que avanzaban con picaresca gracia por el centro de la frente, como si protestaran de no poder contemplar tan encantador conjunto. La mirada absorta del caballero se clavó en las pupilas de la joven, que saludó respetuosamente siguiendo su camino. Erase la tal hija de un moro adinerado, que vivía en el grupo de casas que en la cumbre del monte rodeaban la que fue mezquita, consagrada ya, a la sazón, como ermitorio de Nuestra Señora de Gracia por el primer párroco de Benasal, Nadal de la Fitera.
Desde aquel día, las visitas del templario a la ermita fueron frecuentes, procurando en ellas ver a la hermosa joven, que se esforzaba por parecer esquiva a los cautelosos galanteos de Asens. Luchando éste entre los apremios de su ilusión y los deberes que le imponían sus votos, lo que pudo ser en sus comienzos impresión pasajera, acabó por dominarle de tal suerte, que, sin darse cuenta, vagaba constantemente por aquellos montes ocultando con simuladas cacerías el verdadero objeto que lo impulsaba. En una de aquellas expediciones llegó sediento a un manantial que brotaba en el seno de una peña en la vertiente del Moncatil, y oculto entre un grupo de olmos y laureles alimentaba amplia y profunda alberca orlada de musgo, yedras y violetas silvestres.
Atónito Asens al encontrarse allí a la hermosa joven, que aparentando ignorar la impresión que había causado al caballero, saludó cortésmente e hizo ademán de partir; pero éste la detuvo preguntándole cuál era su nombre.
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Oras, señor, – dijo ella, cubriéndose su encantador semblante de ruborosa modestia.
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Felices las pasaría si lograra ser dueño de tu corazón, – repuso conmovido el templario.
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Sierva vuestra soy como todos los de mi raza, y ya que nada me pertenece, dejadme al menos el corazón libre.
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Bien sabes, niña, desde hace tiempo que la sierva se ha trocado en soberana, y que yo no aspiro más que a ser dueño de tu amor, – objetó el caballero, tomando su mano e invitándola a sentarse sobre un añoso tronco que en la orilla de la alberca había.
Trémula y confusa calló la joven, mientras Asens, loco de ventura, deslizaba en su oído con apasionado acento, la secreta historia de su pasión; el cómo desde el primer momento se había apoderado de su alma sin resistencia posible, hasta qué punto era ya un esclavo que alimentaba sólo la aspiración de darse todo entero a su amor, sacrificándolo todo, si preciso fuese, en aras del ser amado, por el que sostenía inacabable lucha con el deber, convencido de que su piedad era impotente ante su ternura.
La mora silenciosa, con la cabeza abatida y los ojos húmedos, ni asentía ni rechazaba aquellas dulces frases que, flotando en un ambiente de romanticismo, llegaban a sus despiertos oídos, tenues pero insinuantes y sugestivas, produciéndole aquella ternura un arrobamiento inefable.
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¿por qué no me contestas, cielo mío? – dijo Asens contrariado al ver el persistente silencio de la joven.
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Porque no debo, señor, porque al revelarme vuestro cariño me habéis hecho la más desgraciada de las mujeres por la imposibilidad de realizar esos ensueños que con tanta vehemencia acariciáis, porque todo lo que podéis decirme de vuestro amor, está muy lejos aún de lo que yo me he dicho a mí misma al pretender ahogar el mío; porque yo os amo también. Asens, ¿a qué negar lo que mi emoción exterioriza? Pero os ruego tengáis lástima de una desgraciada mujer y tratéis de olvidarla, única manera de salvar esta situación equívoca y evitar los males que sobre nosotros se ciernen, no lejanos, vagos e indefinidos, sino próximos y ciertos. Si el Gran Maestre conociera vuestro amor os sometería a un proceso de fatales consecuencias; si mi padre supiera que amo a un cristiano, me mataría o se moriría de pena.
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Desecha pueriles temores, – objetó el templario – que la verdadera, la única amargura posible para mí es la privación de tu cariño. El corazón no admite convencionalismos sociales, y, si crees que soy víctima de un sueño, dejadme soñar, que la realidad de la vida jamás logra alcanzar el encanto que un ensueño de amor nos proporciona.
Las entrevistas de los enamorados se sucedieron unas veces en la cueva de Antebrusco, otras en el manantial, favorecidos por la fidelidad y la astucia de un esclavo que les servía de intermediario. Así transcurrieron los días hasta que Asens recibió orden de marchar precipitadamente a Peñíscola.
Al amanecer del siguiente día se citaron los amantes para despedirse en la misma fuente donde tuvieron la primera entrevista.
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Júrame, Oras, – dijo Asens al ver a la joven que densamente pálida lo estaba esperando junto a la alberca- júrame guardar cariñoso culto a mi cariño.
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No, Cristóbal, respeta mis supersticiosos temores, no exijas juramentos que no necesitas; ¿dudas por ventura que cuando estés solo y triste, yo no lo estaré menos, porque tendré que ocultar los pesares vigilando mi rostro y mis palabras para que no me traicionen? ¿temes que te olvide? – añadió sonriendo tristemente- Mira el fondo de esa tranquila agua cómo refleja nuestras imágenes; pues si te olvido, sean estas mismas aguas, testigo hasta hoy de nuestros amores, tumba a mi falsía. Poder para el castigo no falta al señor, resolución para sufrirlo, sobra a la sierva.
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Fío en ti, Oras, y ocurra lo que ocurra, pese a quien pese, véate o no te vea, tuyo soy siempre – repuso Asens depositando un beso de fuego en los pálidos labios de su amada y saltando sobre su montura para desaparecer en el bosque.
Desagradables incidentes precursores de las calumnias de que eran víctima los cruzados del Temple obligaron al caballero a marchar desde Peñíscola a Francia con pliegos reservados. Allí adquirió el convencimiento de que se avecinaba un desenlace funesto para la orden a que pertenecía, por las intrigas de los poderosos interesados en extinguir aquel organismo social tan protegido por los reyes con privilegios y donaciones.
Pero todos aquellos sucesos de tan excepcional importancia ocuparon lugar muy secundario en la mente de Asens dominada en absoluto por el recuerdo de Oras, visión encantadora para él, nunca evocada y siempre presente. Cumplida su misión, el regreso no se hizo esperar.
Llegado que hubo a Benasalí, saboreando con deleite la impresión que produciría en su amada tan inesperado retorno, salió del pueblo cautelosamente por el camino de Cullar.
Al llegar atravesando sendas a la vertiente occidental del monte, le sorprendió una de esas tormentas estivales que en aquellos parajes resultan tan imponentes como peligrosas. Una penumbra grisácea fue poco a poco circundándolo todo, una nube plomiza cubrió el espacio, iluminado sólo por cárdenas cintas de fuego; los truenos comenzaron a retumbar en aquellas montañas con horrísono e inacabable fulgor; gruesas gotas de lluvia caían con violencia sobre la abrasada tierra haciéndola exhalar ese olor penetrante y característico de la tierra superficialmente mojada; y el huracán sacudía violentamente los troncos de los árboles desgajando sus ramas y azotando el rostro del caballero, que, mojado y maltrecho, se hubo de cobijar en el repliegue que formaban las rocas junto a la alberca tantas veces objeto de su recuerdo. Pretendiendo disipar el supersticioso temor que la tormenta le produjera, guarecido aquí, pensó, esperaré se disipe la nube y luego subiré a la ermita, daré gracias a la Virgen por mi feliz retorno y veré a Oras, porque todas estas gentes saldrán a saludarme después de tan prolongada ausencia.
Como si la naturaleza quisiera entonces desenojar al templario favoreciendo su proyecto, un girón de cielo apareció azulado y brillante en el horizonte y un rayo de sol, filtrándose por los intersticios de las obscuras nubes, surcó la atmósfera dándole un beso de fuego a la tormenta, que, al mirarse vencida, huyó atropelladamente avergonzada desprendiendo algunas lágrimas por su derrota.
Dominado por inexplicable tristeza y evocando una tras otra todas las dulces remembranzas de sus amores, permaneció Asens sentado sobre el mismo tronco testigo mudo de su pasada dicha, contemplando el agua de aquella alberca en cuya superficie se dibujaban y se confundían múltiples círculos concéntricos al contacto de las gotas de la pasada lluvia, que se desprendían temblando de los olmos y laureles que le servían de toldo. Así permaneció largo rato. Una meditación profunda absorbía todo su ser, las nubes que en el cielo habíansé disipado, iban lentamente acumulándose en el corazón que palpitaba apresurado como si presintiera una desgracia. Dióse al fin cuenta de su estado y se levantó resuelto a dominar aquella inconcebible nerviosidad y proseguir su camino; pero la fascinación que le producía la superficie del agua, ya tranquila y trasparente, atrajo de nuevo su mirada, porque, lo propio que el día de su última entrevista con Oras, vio dibujarse entre los limos del fondo la imagen de la joven, y…otra que no era la suya, sino la de un joven moro que la recibía en sus brazos. Las aguas habían sido más fieles al caballero que la mujer.
Aquella tarde, al ir el ermitaño de Nuestra Señora de Gracia a tocar ánimas, encontró tendido en las gradas del altar a un templario con el pecho atravesado por la daga que llevara al cinto, y oprimiendo entre sus helados labios un medallón. Acercóse para prestarle auxilio, y al incorporar el casi inanimado cuerpo, abrió Asens sus vidriados ojos y con voz tan apagada cual si saliera de una tumba dijo:
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Tuyo soy siempre…. – y expiró.
Aquella modesta ermita, lugar del suceso, fue derruida por orden del Gran Maestre, que a expensas de la orden construyó otra más espaciosa, dándole la advocación de San Cristóbal, en memoria del nombre del malogrado caballero.
El Barón de Alcahalí.