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La ballena de la Campa Torres 

La historia cambia hoy porque lo dijo la ciencia, un grupo de investigadores y un hueso aparecido en el castro de Noega, en la Campa Torres, sobre el que todo lo que se podía afirmar hasta ahora eran conjeturas. Las pruebas de ADN no fueron posibles por la vejez de la escápula. ¿Ese omóplato perteneció a un elefante? ¿A una ballena? ¿Cómo llegó allí?

Una tecnología desarrollada por la Universidad de York (Reino Unido) acaba de disipar las dudas gracias a la huella dactilar de colágeno de ese omóplato. Definitivamente es una ballena gris, especie extinguida en el Atlántico en el siglo XVII y de la que pervive una población de entre 20.000 y 22.000 ejemplares en el Pacífico.

La escápula apareció en 1996 y años después los investigadores José Antonio Pis y Carlos Nores sospecharon que se trataba de ese cetáceo, por más que hasta entonces no se tenían rastros de su presencia en el Cantábrico. Los resultados les dan la razón y abren nuevos interrogantes. ¿Se trata de un animal perdido o realmente la ballena gris era una especie habitual en la zona? ¿Cómo diantres terminó ese omóplato en Noega, a unos cien metros de altitud sobre el nivel del mar?

La cuestión forma parte de un estudio realizado por ecólogos, arqueólogos y genetistas de tres países y que publica la revista 'Proceedings of the Royal Society of London B.' El trabajo cambia la historia de la especie, al ligar el descubrimiento asturiano con otro. Igual que aquí, en el estrecho de Gibraltar los arqueólogos rescataron 70 grandes huesos de animal de origen ignoto. Al someter a diez a la prueba del colágeno, se determinó que alguno de ellos era de elefante, y otros de las especies denominadas como ballena de los vascos y ballena gris, ambas desaparecidas por estos lares.

Su número es excesivo para atribuirlo a un varamiento fortuito y dado que los restos tenían unos 2.000 años, el pasado acaba de cambiar de un plumazo. «Los romanos fueron muy eficaces explotando los recursos marinos, incluyendo los grandes peces, como el atún rojo, de manera que empezamos a preguntarnos si no pudieran llegar a explotar también las ballenas», indica Darío Bernal-Cassola, arqueólogo de la Universidad de Cádiz.

«Supone que su presencia es el doble de antigua en estas aguas de lo que hasta ahora creíamos», completa Carlos Nores, profesor honorario de la Universidad de Oviedo y también coautor del informe. Por un lado, todo apunta a una cierta industria ballenera que los romanos desarrollaron en el estrecho, un conocimiento que requiere décadas de mejora y evolución. Es ahí donde juega un papel esencial la ballena gris gijonesa, que tiene dos siglos más de pasado.

«En aquella época Gijón era un lugar óptimo para aprender la caza de ballenas», indica Nores. «Ponte en situación; había una especie de fiordo que llegaba hasta San Andrés de los Tazones, que de hecho hubo en su día una discusión sobre si el nombre correcto no sería 'de los estacones' en referencia a las estacas de un puerto abrigado», define. Ese pantalán podría servir de puerto a la villa romana de Veranes, por lo que «si una ballena entraba allí, era fácil cortarle la salida en Serín, y decidir el momento para matarla».

Validar esa hipótesis exigiría localizar más osamentas de la época, algo que el especialista ve factible. «Pediría a todo aquel que pueda tener restos de ballena se ponga en contacto con nosotros para estudiarlos» con el nuevo sistema del colágeno, anima. La historia de la especie está por cerrar, pero parece haber empezado con esa escápula que espera al público en el museo del faro de la Campa Torres.

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